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RODAR

SOBRE LAS CALLES DE CHILANGOLANDIA

por David Gutiérrez Fuentes / ilustraciones de Edward Gorey

Chilangolandia es un territorio con una serie de ecosistemas urbanos que van de lo civilizado a lo salvaje, y en dos direcciones al menos, si pensamos en el desplazamiento en bicicleta por sus calles y en la infraestructura vial específica para estos amables vehículos. La primera dirección es la que corre entre el ciclista y su entorno; la segunda, la que va del entorno hacia el ciclista. El modelo, en realidad, opera en múltiples planos, pero verlo así será de utilidad para ofrecer algunos consejos a partir de mi experiencia en este arte de rodar en bicla por la ciudad.

Rodar con confianza

La confianza es necesaria. Yo la adquirí de niño, adolescente y joven, porque era un flojo para caminar; preciso: era, porque ahora lo hago con gusto. Siempre que podía prescindir de caminar o subirme a un camión, lo hacía, y eso me volvió un ciclista osado. Las últimas hazañas con cuatro amigos de prepa fueron rodar cada domingo de Lindavista hasta Cuicuilco, donde tomábamos nuestro respectivo bóing y nos íbamos de regreso por todo Insurgentes. Después de eso, me pasé al lado histérico de la movilidad: el automóvil. Esa laguna duró más de treinta años y a veces regreso a ella por necesidad —y, también, por qué no decirlo, por güeva—. Es decir, retorné de manera formal a la bicla a los cincuenta y cinco años, hace menos de un lustro, con crestas y depresiones de uso. Desde este lado de la cancha van mis sugerencias no sólo para los de mi rodada, sino también para otros ciclistas que las encuentren razonables. La primera es reconocer las otras caras desde nuestra propia experiencia. La división que propongo es súper skinnerista, pero funcional. Antes, preciso que el medio —rodar en bici— y el fin —con confianza— se resuelven con un razonamiento en el que hay que procurar nuestro lado holístico, con inteligencia. Dicho lo anterior, va la clasificación, que es una de las partes que me gustan de muchos artículos de Algarabía, un sello de casa: A) Ciclistas experimentados B) Ciclistas en tránsito al grado A C) Ciclistas en potencia Enseguida, un consejo elemental para B y C —no incluyo a los A porque lo saben y porque para ellos es obligación poner el ejemplo, partiendo de la base de que no consideramos en esta clasificación a ciclistas muy experimentados como Sandro Cohen o Diego Vargas, a quienes yo prefiero llamar ciclistas maestros—. Pero tenemos la otra cara de la moneda, suponiendo que, en una de ellas, aparece una bici con las siglas A, B y C; me refiero a quienes, con razonable autocrítica, se convencen de que este medio y este fin no son para sus yoes holísticos: una bici con rueditas podría representar la otra cara de esta peculiar pieza numismática.

Rodar con protección y sentido de espacialidad

¿Ha notado, querido lector, que, en las rodadas en pelotas que se organizan en la ciudad, muchos ciclistas desnudos llevan casco y tenis? El equipo de seguridad es básico: casco a fuerza y gafas de protección o buenos lentes —aunque hay goggles graduados— a fuerza también; asimismo, cualquier tipo de claxon lo suficientemente audible en pleno babel citadino es otro requisito necesario y, sobre todo, un espejo lateral izquierdo, que casi todos omiten… Sobre las especificidades de estos aditamentos sólo voy a referirme con brevedad al espejo ideal: tiene que abarcar un buen ángulo de visión trasera, pero debe sobresalir lo mínimo posible del extremo del volante. El mío, que me llevó toda una odisea encontrar, cumple con todas esas características —modestia aparte—, pues tiene un excelente ajuste multiangular y no se mueve con la vibración. El espejo nos permite tomar previsiones ante los aleatorios, regularmente impunes, actos de salvajismo de la jungla asfáltica y, créanmelo, es muy práctico para visualizar a la distancia la posible hostilidad de un pesero, una moto o una señora camino de la escuela a recoger a sus angelitos hostigándonos con su camioneta. El espejo es un accesorio más que complementa, pero no suple, la necesidad de tener cubiertos la mayor cantidad de ángulos. Dicho de otra manera: aunque el espejo ayuda, si tiene la necesidad y la habilidad de dar una rápida ojeada al entorno trasero sin perder de vista el camino salvo por un segundo, póngala en práctica, de preferencia, en un tramo visible y despejado que facilite la operación. ¿Ha notado a ciclistas que frenan con regularidad sus bicis y voltean para estar seguros de seguir avanzando? Son C en tránsito a B. Es a ellos a quienes debemos apoyar, aplaudir y ayudarles a sentir confianza. Hubo o hay una campaña con la etiqueta #yotecuido, de ciclistas ayudando sobre la marcha a adquirir confianza a los C y B.

El sentido de la espacialidad permite calcular mejor las maniobras delicadas o potencialmente riesgosas. De ahí que la anterior sea una de sus características. Veamos ahora otra que se va afinando con la práctica: Hay que tener la visión al frente en un juego angular que va del campo visual más amplio, a aquel que pueda ayudarnos a prevenir algún inconveniente. Dicho como una aportación a las Leyes de Murphy: si, como es habitual, uno va en el lado izquierdo, pero hay una hilera de autos estacionados a la derecha con gente adentro porque no hay señalética que prohíba estacionarse ahí, va a aparecer el pendejo que nunca usa el espejo para abrir la puerta. Mas eso se anticipa o, en todo caso, se aprende a llevar las manos prestas para accionar el freno. Se trata de otro consejo para C y B que bien saben los A. Más ejemplos clásicos del entorno hostil: el tipo va dar vuelta a la derecha y avienta la lámina sin calcular —o valiéndole sorbete— que hay un ciclista a su diestra, las bestias que asoman medio vehículo en calles perpendiculares para cruzar o dar vuelta y los cuates que llevan prisa y salen volados de sus cocheras. El sentido de la espacialidad ayuda también a tener ubicados los baches, los topes, las calles «peligrosas» en nuestro camino y generar rutas alternativas parciales o totales. Ser visibles en todo momento del día y de la noche es necesarísimo también. (No me detengo en todas las posibilidades que hay para el ciclista diurno, nocturno y dual). Dotar con un seguro material y, si se puede, otro con póliza —de las que hay varias accesibles— es recomendable para ciclista y corcel de metal; lo son más las direcciones de los talleres y refaccionarias de bicis, así como horarios y, de preferencia, teléfonos.

Rodar en entornos ojetes

Aunque hay ciclistas salvajes que deshonran la práctica, son los menos y siempre llevan las de perder si se topan con otro salvaje montado en cuatro o dos ruedas movidas por combustibles fósiles. De ese tipo de ciclistas se cuelgan los cochistas —de nombre científico Homo histericus— para anatematizar sin ningún escrúpulo contra la movilidad en bici, para exigir más y más vías para su esclerótico movimiento y amedrentar con sus kilos de chatarra rodante a la menor provocación. El entorno ve por lo regular al ciclista con prejuicio, y de las gamas de éste sobresale la exclusión, lo cual incluye a peatones que utilizan los carriles confinados para vender y comprar tamales, esperar al úber, hacer fila para abordar un pesero y hasta para pasear a sus jaurías de chihuahueños en sentido inverso a la vialidad «exclusiva». El escritor y maestro ciclista sexagenario, Sandro Cohen, escribió alguna vez que para él era más rápido y seguro ir de Perisur a Polanco por la lateral del Periférico que por los carriles confinados. Yo no tengo tanta práctica para llegar a ese encomiable nivel. Las pendientes se dominan después de muchas rodadas o con una bicicleta eléctrica —una buena opción para los muy temerosos o para quienes viven en colonias de vialidad escarpada—. Pero vivir en la Roma, la Del Valle, la San Pedro de Los Pinos, la Ciudad de los Deportes, La Condesa y tantas otras colonias planas y con infraestructura ciclista y «cafeteril» sin aprovecharla me parece un desperdicio. Los portabicicletas también son útiles. Pero una aspiración para ser A es llegar a nuestro destino y regresar a nuestro punto de partida, sin usar nuestro automóvil. Rodar con amor fetiche Ya sea en paseos dominicales o mediante el uso frecuente de la bicicleta, si se le pierde el miedo a la bici y se asume uno como un conductor que conoce y vibra su entorno, se aprende a quererla con amor del bueno, a procurarle mimos y un buen espacio dentro de casa. A todo se acostumbra uno: a la dosis de adrenalina urbana de esquivar cafres y baches, de empaparse en la ciudad exlacustre, de respirar sus aires fétidos y perenne hollín flotante y de subir y bajar las extenuantes y variadas elevaciones del Valle de México. Vaya, hasta se aprende a disfrutarlo, cuando la alternativa es el encierro y la inmovilidad sardinescos de las hojas de lata que tanto ruido, tanto humo, tanto estrés y tanto tráfico le imponen a la gran mayoría de los chilangos.

¡Incrementemos la tribu libre de los Homo rodans!

p. d. Si usted, querido lector, es escéptico, quizá le convenza ver la gráfica adjunta más arriba, que distribuye accidentes con lesiones e índices de letalidad desde el peatón hasta el automóvil, con todos los bemoles que trae consigo la demoscopía.

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2021-10-23T07:00:00.0000000Z

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