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La toma de CU en 68

“¿Ve usted la hora que es? ¿Se da cuenta de que su tardanza retrasa la composición y la producción del periódico. ¿Por qué llega tan tarde usted, Reyes Razo? —produjo, tal como ya yo lo temía enérgico, exigente— el señor Mario Santoscoy. Era él muy elegante, impecablemente vestido, infatigable, ordenado y muy experimentado Jefe de Información de El Heraldo de México. Sin esperar respuesta urgió¨ :

“¿Qué reporteo hoy? ¿Qué material tiene? ¿De dónde viene?”

“De Ciudad Universitaria. De la huelga. Platiqué con el licenciado Pablo Marentes. El Jefe de Prensa de la UNAM. De reuniones del Consejo Nacional de Huelga... “¿Por qué llega tan tarde?” “Pues vengo de la universidad. Vengo en camión. En uno de esos chatos. Los de a cuarenta centavos...” —explique “¿Por qué no toma un taxi?” —reprochó “Porque lo que pagan los Alarcón no alcanza para dar en ruletero, señor Santoscoy”.

“Apúrese. Escriba rápido. Deme un adelanto...”

Pocas semanas atrás, el periódico propiedad del señor Gabriel Alarcón Chargoy, tenido por el propietario de muchísimos —cuando no de todos— los cines de México, cabeza de la “Cadena de Oro”, fió al joven señor Mario Santoscoy la responsabilidad de su Jefatura de Información.

Don Mario Santoscoy era un joven de 27 años. La fuente policiaca estuvo a su cargo en La Prensa. Ahí conoció a Don Manuel Buendía TellezGirón. Amistad que perduraría hasta el asesinato del respetado —temido— columnista. Compañeros en caza de borrego cimarrón. Fieles, constantes amigos.

Y ahora ahí en El Heraldo de México. Ante un escritorio inmaculado. Sin un papel ni recado pendiente. Un aparato telefónico. Giro de silla lo colocaba ante su máquina de escribir. Una Olivetti fuerte, poderosa. Nunca se deshacía el nudo de la corbata ni se doblaba los puños de la camisa para teclear. Una cajetilla de cigarros importados: “de carita” y un encendedor “Dunhill”. Con su cenicero, Faltaba más.

Pensé en la composición periodística de mi plática con el licenciado Pablo Marentes. Joven de aire aristocrático que poseía perfecto dominio del idioma inglés desde sus días de estudiante de la Escuela Inglesa en el Paseo de la Reforma. El hotel María Isabel se la engulló. Le quedó al jovenoito Pablo Marentes un departamento en el edificio que su padre poseía unas calles más allá. En

Río Elba y Paseo de la Reforma. Claro, la casa paterna —familiar— quedaba en el entonces exclusivísimo Polanco. Su padre había medio gobernado Yucatán. Pues a la mitad de su mandato don Adolfo Ruiz Cortiones lo relevó.

El timbre de un teléfono y la voz explosiva del Jefe de Información contuvieron su ruta hacia su escritorio:

“Reyes Razo, le hablan por teléfono. Haga que le hablen por su extensión. No me gusta que ocupen mi teléfono. !Apúrese!.

“¡A qué obedece —escucho por la oscura línea— la operación Ciudad Universitaria?

“¿Qué dices?” —y la sorpresa le ahogó la voz.

“Que en este momento el Ejército Mexicano, los soldados, están dentro de Ciudad Universitaria. Los soldados toman la UNAM”

“Espérame tantito. Yo no sé nada. Estuve ahí todo el día. Apenas llegué a mi periódico. Espérame”.

Me volví hacia Don Mario Santoscoy: “Señor, el Ejército ocupa la Ciudad Universitaria...”

Casi rugió Santoscoy:

“No me venga con cuentos, Reyes Razo. Deje mi teléfono. Póngase a trabajar”.

“Pues mi jefe de Información no me cree. ¿Es verdad lo que me dices?” Del otro lado la protesta: “¿Crees que soy capaz de engañarte? ¿Imaginas que te quiero ´clavar´ con una información falsa.? Te llamo porque sé lo que te importa tu trabajo”.

“Espera pues. Voy a insistirle al señor Santoscoy”.

“Señor, lo que ocurre allá en Ciudad Universitaria es muy serio. En verdad las tropas se apoderan ya de la UNAM...”

“¿Usted no entiende, verdad, Reyes Razo.? Ya no me quire el tiempo. Póngase a trabajar”.

Otra consulta con mi generoso informador. Ya casi en la ofensa. Alertó a su amigo. Le ponía al tanto. Y recibía —a cambio—desconfianza, duda, recelo. Decidí:

“Mire señor Santoscoy, si lo que le informo, si la versión de la ocupación militar de la universidad que me proporcionan no se confirma, entonces podrá usted correrme. Echarme del periódico”.

Casi saltó de su sillín Don Mario Santoscoy. Con la fuerza de sus pulmones gritó, ordenó:

“Mendívil, Reyes Razo, y el fotógrafo Cuautle. ¡Todos a la Ciudad Universitaria, ya!” Salimos “hechos la mocha”. A toda velocidad. Un Renault R-4 nos movió. Excitados. Emocionados. Urgidos. “Acelerale, Cuautle”. Y Porfirio Cuautle que habitualmente cubría las funciones de box de la Arena Coliseo obedeció a su jefe Eduardo Quiroz y aceleró desde la avenida Cuauhtémoc, a la altura del Cine México el pequeño, muy frágil Renault.

Era noche cerrada cuando abandonamos el auto. Fue frente al restaurante San Diego. Comedero español. Desde ahí arrancó el cerco. La tropa sitió Ciudad Universitaria.

Amenazantes, herméticos soldados dispuestos cada dos metros eran el límite. Frontera verde y oscura. Mudos ellos. Elocuentes las bocas de sus armas. Cañones que contenían.

Por avenida Insurgentes se atascó el tráfico. Adoloridos, heridos en carne viva, ofendidos, pisoteados, humillados enlutados, infinidad de universitarios detenían su marcha y rompían a llorar. Mujeres y hombres mascullaban maldiciones. Se estrujaban las manos desesperadamente. Lloraban. Se revolvían las cabelleras. Pateaban paredes y aceras. La presencia de la soldadesca les traspasó el corazón.

En el “campus” —totalmente iluminado— efectivos del Ejército Mexicano mantenían boca abajo, con la panza pegada al césped a decenas de alumnos y profesores.

“La Maestra Ifigenia Martínez estaba examinando a sus alumnos de Economía”.

Por las dependencias de la vasta Casa de Estudios se internaban oscuros miembros de la Policía Federal de Seguridad. A puntapies, a fuerza de palabrotas, a empellones, con el poder del insulto y el ninguneo pisotearon a la Universidad Nacional Autónoma de México.

Al día siguiente El Heraldo de México publicó la nota. Leopoldo Mendívil y Miguel Reyes Razo la firmaron,

No se le hizo correrme ese día al inolvidable formidable maestro y leal amigo Don Mario Santoscoy.

Todavía nos esperaba vivir el 2 de octubre en Tlatelolco.

Murió el 24 de febrero de este año 2021.

Amenazantes, herméticos soldados dispuestos cada dos metros eran el límite. Frontera verde y oscura. Mudos ellos. Elocuentes sus armas.

Análisis

es-mx

2021-10-23T07:00:00.0000000Z

2021-10-23T07:00:00.0000000Z

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